Desembarco de los puritanos en América, 1863

Antonio GISBERT PÉREZ (Alcoy, Alicante, 1834 - París, 1902)
- Óleo sobre lienzo -
294 x 395 cm

Esta obra está inspirada en la Historia de los Estados Unidos de Spencer: "Los Puritanos, perseguidos por sus creencias religiosas, emigraron primeramente a Holanda y después a América del Norte. Embarcaron a primeros de Septiembre (1620) en el puerto de Plymouth, apiñados sobre el Mayflower; después de un peligroso viaje, el 9 de Noviembre divisaron la costa de Nueva Inglaterra, llegando a fondear en el puerto de Cabo-Cod. / Los pasajeros -que con mujeres e hijos eran en número de 101- firmaron a los dos días del desembarco un contrato estableciendo la primera colonia en el Norte de Virginia, bajo el gobernador John Carver, por un año, "por la gloria de Dios y de nuestra patria bajo el reinado de su soberano Jacobo". / El 21 de Diciembre del mismo año eligieron, para cimentar definitivamente la colonia, el puerto de Nueva Plymouth por sus mejores condiciones, en particular de clima".

Por una noticia del Boletín del Arte en España se sabe que este cuadro le fue encargado a Gisbert por Miguel Aldama, al que la publicación caracteriza como "un rico hacendado cubano", al mismo tiempo que el cuadro de Francisco Sans y Cabot Hernán Cortés quemando las naves, en paradero desconocido, con objeto de que, formando pareja, uno aludiera a la colonización inglesa del Nuevo Continente y otro a la española. Espí Valdés recoge los términos de la carta-contrato del peticionario, donde se especifica que "deberá representar el momento que pisan las costas y áridas rocas de Nueva Inglaterra, en el lugar que hoy se eleva la ciudad de Plymouth, los peregrinos puritanos que abandonaron la Gran Bretaña en el siglo XVII, con el objeto de colonizar aquellas apartadas regiones".

Gisbert presentó el cuadro a la Exposición Nacional de 1864, donde fue premiado con una medalla de primera clase, siendo también propuesto para la cruz de caballero de la Orden de Carlos III. Este premio estuvo arropado por toda la prensa progresista, que simpatizó especialmente con el tema. Por eso, las numerosas críticas favorables que entonces recibió estuvieron muy mediatizadas por el talante liberal de sus partidarios, que trataron de presentar al liberal Gisbert, junto al conservador Casado y al "isabelino" Rosales, entonces también premiados con La rendición de Bailén y Doña Isabel la Católica dictando su testamento respectivamente, como un pintor de similar categoría. Pedro Antonio de Alarcón, cuya opinión recoge Pantorba, procedente de El Museo Universal, señala que es "la mejor producida por el arte español en los últimos tiempos ... es la obra magistral, concienzuda, rigurosa ... Vése allí la difícil facilidad de los grandes maestros; la sencillez sublime; la sobriedad grandiosa que admiramos en Zurbarán y Murillo". Ossorio la calificó, años después, como "la mejor obra" que salió de sus pinceles, lo que no parece del todo exagerado si tenemos en cuenta que, cuando lo escribió, Gisbert aún no había realizado El fusilamiento de Torrijos, aunque sí Los Comuneros; e incluye un largo elogio, publicado contemporáneamente en La Ilustración Española y Americana, que admira la composición, la expresión y el color.

La obra fue también premiada, posteriormente, en el Salon de París del año 1865, donde el crítico Jahyer, después de describir, detallada y emotivamente la actitud de los personajes, la califica como "una de las principales obras del Salon". Si tenemos en cuenta la filiación estilísitica que la obra tiene con los grandes maestros del academicismo francés contemporáneo, es difícil hallar mayor elogio. También figuró en la Exposición Universal de París de 1867, donde obtuvo una tercera medalla del jurado internacional y el aplauso unánime de todos los críticos.

La crítica del siglo XX ha sido, sin embargo, especialmente injusta con esta obra, al acusar de tendenciosidad política su triunfo, cuando todo el género y su fortuna historiográfica posterior ha ido ligada a estos intereses; y, lo que es más inexplicable, al reprochar de anacronismo estético a una pintura que, formalmente, ha de entenderse con los mismos parámetros que cualquiera de sus contemporáneas. Por si fuera poco, ha sufrido la extraña paradoja de ser sospechosamente relegada de las grandes obras del género -entre las cuales merece, sin duda, un puesto de honor- por las mismas razones que hubieran servido para despreciarla en la crítica decimonónica más trivial: la dificultad de conectar emotivamente con el tema, alejado, por si fuera poco, de todo españolismo. Es innegable que, se diga lo que se quiera, es una obra bien compuesta e impecablemente dibujada, con una serenidad y elegancia en las actitudes de los personajes, suavemente dulcificados por una atmósfera unificadora, que sigue cautivando; aparecen purificados por la noble misión que representan en la historia, como es habitual en las mejores pinturas de Gisbert; las masas y los ritmos denotan limitaciones académicas y recursos teatrales, naturalmente, pero no hacen más que revelar unas buenas dotes en el oficio; y ha superado, incluso, los colores poco armonizados y el dibujo excesivamente frío de un primer momento, en favor de una entonación sobria, como corresponde a la solemnidad del pasaje que se quiere ilustrar. (Texto de Carlos Reyero Hermosilla, dentro del libro "El Arte en el Senado", editado por el Senado, Madrid, 1999, págs. 260 y 262).