Francisco SERRANO DOMÍNGUEZ. Duque de la Torre (Isla de León, Cádiz, 1810 - Madrid, 1885).

José María GALVÁN Y CANDELA (1837-1899)
-Óleo sobre lienzo-
100 x 75 cm

El General Francisco Serrano y Domínguez, décimo Presidente del Senado, es uno de los ejemplos más típicos del militar-político del siglo XIX, con una carrera vertiginosa forjada tanto en el campo de batalla como en las intrigas políticas y palaciegas que le proporcionaron el sobrenombre del "General Bonito". Nacido en 1810 -La Isla de León (Cádiz)- ingresó en la milicia en 1822 ganando sus primeros entorchados en la guerra carlista. Después de contribuir a la caída de Espartero (1843), fue Ministro de Guerra con Olózaga en el primer gobierno de Isabel II, repitiendo en esta cartera con O'Donnell al que apoyó en la Revolución de 1854 y al que sustituiría posteriormente al frente de la Unión Liberal.

Destinado en 1859 como Capitán General a Cuba -allí ganaría su título de Duque de la Torre-, preparó la expedición del General Prim a Méjico. Regresó  a España en 1863 ocupando la Presidencia del Senado en 1856-1866. Su manifiesta oposición  a la Reina le supone el destierro a las islas Canarias en 1868, pero logró desembarcar en Cádiz para firmar junto con el Almirante Topete y Prim el manifiesto España con honra que desencadenó la Revolución de 1868. Derrotó al ejército gubernamental de Novaliches en Alcolea, entrando en Madrid como un héroe popular mientras la familia real tenía que pasar a Francia.

Presidió el gobierno provisional encargado de preparar las Cortes Constituyentes de 1869 en las que se le nombra Regente del Reino en espera de la proclamación de un nuevo Rey. Dos veces Presidente de Gobierno con Don Amadeo, lo sería de nuevo tras el golpe de Pavía, encargándose de disolver las Cortes Constituyentes y de poner fin a la República Presidencialista. No reconoció a Alfonso XII hasta 1875, decayendo su peso político pese a fundar el grupo Izquierda Dinástica y ocupar nuevamente la Presidencia del Senado en 1883-1884. Su muerte al día siguiente de la de Alfonso XII pasó inadvertida.

El retrato, otro más de José María Galván, es copia del que presentó Gisbert en la Exposición de 1871, hoy en el Museo del Prado, aunque sólo de medio cuerpo para atenerse a las medidas impuestas por el Senado. La comparación entre las dos obras permite ver las diferencias entre el artista y el copista. Galván logra reproducir perfectamente el uniforme de gala, la banda, las condecoraciones pero no la expresión -el rostro demasiado dibujado exhibe una gran dureza y sequedad frente a la suavidad de la carnación (atildamiento, lo llamaba un crítico contemporáneo)  del de Gisbert-, ni tampoco el espacio, pues el general aquí parece recortado contra el fondo neutro al no saber armonizar el tono de la guerrera con el del fondo. Como resultado, el Duque de la Torre se muestra distante, seco, rígido sin el atractivo y gracia que le caracterizaban.