Períodos constitucionales (1810-1978)

Última revisión 02/01/2024

Parlamento unicameral

Inicio del constitucionalismo (1810-1823)

La invasión napoleónica en 1808 produjo dos consecuencias sumamente importantes: por un lado, el inicio de la guerra de la independencia y, por otro, el fin de la sociedad del antiguo régimen y el comienzo del constitucionalismo liberal.
La crisis provocada por esa invasión determinó la convocatoria de unas Cortes elegidas mediante sufragio restringido, con abandono del modelo estamental de siglos anteriores. Reunidas en Cádiz a partir de 1810 acometieron importantes reformas y, entre ellas, la aprobación tras largas deliberaciones, de la Constitución 1812.
La nueva Constitución responde a los principios liberales: soberanía nacional, división de poderes y Cortes como Parlamento representativo. Estas Cortes eran unicamerales, elegidas por la población mediante sufragio indirecto y asumían la función legislativa con el Rey. El Rey mantenía el poder ejecutivo, pero perdiendo su condición anterior de fuente de todo poder.
La Constitución tuvo vida muy corta. La continuación de la guerra y la ausencia de Fernando VII hicieron imposible su aplicación. Y una vez vuelto el Rey de su exilio forzoso en 1814, procedió de inmediato a abolirla.
Fue restablecida durante el llamado trienio constitucional (1820-1823). En este último año la invasión de un ejército extranjero determinó una nueva vuelta al absolutismo, que duraría hasta la muerte de Fernando VII en 1833.

 

 

 

El Senado entre 1834 y 1923

Reanudación del constitucionalismo (1834-1868)

Tras la muerte de Fernando VII y en un clima de abierta oposición, la Regente María Cristina se vio obligada a ceder mínimamente ante los que reclamaban una vuelta al constitucionalismo de 1812 y aprobó el Estatuto Real de 1834, una especie de constitución otorgada. En dicho estatuto se establecían unas Cortes como órgano representativo, pero que por su composición resultaban de perfil extremadamente conservador. Por primera vez aparecían divididas en dos cámaras: el Estamento de Próceres o Cámara Alta y el Estamento de Procuradores o Cámara Baja. Estas Cortes tenían unas funciones legislativas y presupuestarias muy limitadas. A pesar de sus limitaciones este Estatuto en la práctica que se desarrollase la vida parlamentaria, incluido el mecanismo de responsabilidad ministerial, que obligaba a los ministros nombrados por la Corona a respondedor de sus actos ante las Cortes. Estuvo vigente tan solo dos años.

 

 

Bajo el reinado de Isabel II, unas nuevas Cortes, fueron convocadas con el propósito de reestablecer la Constitución de 1812, y ante la dificultad práctica de este objetivo, aprobaron un nuevo texto, la Constitución de 1837, más reducida y simple, y que reflejaba ampliamente el ideario del partido progresista. Tal era el caso del reconocimiento de la soberanía nacional y la inclusión de una tímida declaración de derechos. Las Cortes se componían de dos cámaras, el Senado y el Congreso de los Diputados, con una denominación que se mantendría prácticamente desde entonces. La primera representaba el elemento conservador y aristocrático, pues se exigían unos requisitos especiales para presentarse como candidato y para votar. El Congreso era la cámara de representación popular destinada a servir de elemento impulsivo del Estado. Los diputados se elegían por un período de tres años y mediante sufragio directo. La función legislativa estaba compartida entre estas Cortes y el Rey, que de otra parte conservaba el poder ejecutivo. También las Cortes debían aprobar anualmente el presupuesto de gastos del Estado.

 

 

En 1844 se convocaron nuevas elecciones a Cortes con la misión de reformar la de 1837. Pero, lejos de enmendar los puntos críticos de esta última, se optó por la elaboración de una nueva, la Constitución de 1845, que a la postre acabó reflejando el ideario del partido moderado: se omitió toda referencia a la idea de soberanía nacional y el poder constituyente aparecía compartido entre la Corona y las Cortes. Se suprimió algún derecho fundamental, se reconfiguró el Senado en un sentido más conservador y dependiente en su composición íntegramente de la voluntad del monarca, mientras que el acceso al Congreso se hizo más restringido. El Rey mantenía importantes atribuciones ejecutivas. Las Cortes mantuvieron su potestad legislativa y presupuestaria.

 

 

En 1854 y en un nuevo vaivén político se inició el llamado bienio progresista (por el partido que ejerció el poder), en el que se elaboró ​​una nueva Constitución, de principios parecidos a la de 1837, pero que no llegó a nacer, debido a que antes de su entrada en vigor se produjo otro giro, esta vez conservador, lo que determinó su archivo. Por simple decreto se restableció la Constitución de 1845.

 

 

Constitucionalismo de finales del siglo XIX

En las décadas posteriores se mantuvo un clima de inestabilidad gubernamental y enfrentamiento entre los partidos políticos. Esto propició un pronunciamiento militar en septiembre de 1868 que acabó con el régimen constitucional existente, y dio inicio a una revolución política y social.
Tras el exilio de la Reina Isabel II se encontró un gobierno provisional que convocó de elecciones inmediatas para Cortes constituyentes. Por primera vez, estas elecciones fueron por sufragio universal masculino.
El texto resultante, la Constitución de 1869, fue reflejo del ideario progresista y democrático: se volvió a la concepción de la soberanía nacional como fuente de la misma, lo que reforzaba a las instituciones representativas, y se incluyó una ambiciosa declaración de derechos, entre los cuales por primera vez la libertad de cultos. Se mantuvieron las Cortes bicamerales: el Senado pasó a ser de elección popular, si bien mediante compromisos y entre personas que reuniesen requisitos mínimos mínimos. Por su parte, el Congreso pasó a ser elegido por sufragio universal. De otro lado, aunque el Rey mantenía sus facultades, se declaraba expresamente la responsabilidad de los ministros ante las Cortes. En concreto, se reconocía a ambas Cámaras el derecho de interpelación y el derecho de censura a todo el Gobierno oa ministros singulares.
Una de las primeras decisiones que debió afrontar el nuevo régimen fue la elección de un monarca, lo cual se consiguió en 1870 en la persona de Amadeo de Saboya.

 

 

En un clima de abierto enfrentamiento político, el Rey se vio forzado a renunciar a la Corona en 1873, lo que determinó que las Cortes instaurasen la República. Se elaboró ​​entonces un nuevo proyecto de Constitución que, además de la forma republicana, configuraba un Estado federal. El desarrollo de los acontecimientos –con la sucesión de cuatro presidentes en menos de un año- acabó con un golpe militar a principios de 1874, la abolición de la República y la proclamación de Alfonso XII como nuevo Rey.
Se inició entonces un nuevo periodo conservador bajo la guía del político Cánovas del Castillo. Convocadas Cortes constituyentes elegidas mediante sufragio universal, se aprobó la Constitución de 1876 que estuvo vigente hasta 1923. Consistió en un texto breve, de inspiración conservadora, en el que se volvía a la concepción del poder constituyente compartido entre el Rey y la Nación. Se indicó una declaración de derechos, pero más restringida que en la Constitución de 1869. El Senado volvió a tener un perfil aristocrático: había Senadores por derecho propio, otros designados por el Rey y otros elegidos por las corporaciones del Estado. Por su parte, la elección del Congreso se remitía a lo que estableciese una ley. Y esto buscará que fue de elección restringida hasta 1890 y por sufragio universal masculino a entonces.

 

 

 

1923-1977. Ausencia de Senado

La crisis del siglo XX

Bajo la Constitución de 1876 el poder alternó entre los dos grandes partidos, el conservador y el liberal, lo que proporcionó una buena dosis de estabilidad al sistema. En cambio, los graves problemas políticos y sociales del fin de siglo, unidos a las manipulaciones y adulteraciones del sufragio, fueron privando de legitimidad al sistema. Desde comienzos del siglo XX se aceleró el proceso de crisis, que tuvo sus principales manifestaciones en 1909 con la semana trágica y en 1917 con una huelga general. En 1923 un nuevo golpe de estado determinó su fin y la instauración de la Dictadura del general Primo de Rivera, que duraría hasta 1930.

 

 

La Segunda República y la Guerra Civil (1931-1936)

Unas elecciones locales en abril de 1931 actuaron como una especie de plebiscito contra la monarquía y el sistema político vigente. Declarada la República, se convocaron elecciones a Cortes constituyentes. Las mismas aprobaron una nueva Constitución, de corte muy distinto a las anteriores. Sus principios fueron los siguientes: en primer lugar, la forma republicana y el carácter democrático del Estado, expresado con la afirmación del origen popular de todos los poderes; en segundo lugar, laicismo, con una separación estricta del Estado respecto a la Iglesia; en tercer lugar, Estado integral, con descentralización política, en el sentido de que pueden constituirse en sus seno regiones autónomas, y, finalmente, reconocimiento de derechos fundamentales socioeconómicos. En el plano orgánico, se establecieron unas Cortes o Parlamento unicameral, un Presidente de la República y un Gobierno con un Presidente al frente, sometido a la confianza del Parlamento. Se celebraron tres elecciones democráticas, pero dentro de un clima de fuerte polarización.
La Segunda República fue víctima de un golpe de Estado en 1936, pronto transformado en una guerra civil que duró casi tres años.

 

 

 

El franquismo

Terminada la guerra civil, se instauró una dictadura personal del general Franco, que duró hasta su muerte en 1975. Institucionalizada a través de las llamadas Leyes Fundamentales, todo su entramado orgánico giraba en torno a la persona de Franco, dotado de la máxima autoridad y declarado responsable sólo ante Dios y la Historia.
Las instituciones (Cortes, Consejo del Reino, etcétera) tenían un peso muy reducido. De otra parte, las libertades, especialmente las políticas, no estaban reconocidas o cuando lo estaban era en subordinación a los principios del régimen. En concreto, los partidos políticos estaban prohibidos. Tampoco existía un verdadero Parlamento, ya que las Cortes orgánicas respondían a un modelo corporativo autoritario y estaban dominadas por los diversos sectores del franquismo.
En el plano territorial dominó un fuerte centralismo.

 

 

Transición a la democracia

A la muerte del general Franco en 1975 existía en España una demanda social sumamente extendida para implantar un nuevo sistema político, consistente en una democracia de estilo occidental, con reconocimiento de derechos y libertades, insertado en Europa y descentralizado políticamente. Esto es lo que impulsó la llamada transición a la democracia.
Esta transición se hizo pacífica y legalmente, respetando la legalidad franquista. Pero este respeto a las formas fue unido a una ruptura respecto al fondo. Lo que se realizó no fue una reforma del sistema anterior, sino la instauración de uno con caracteres opuestos. Como consecuencia de lo anterior, el proceso fue lento y complicado, debiendo afrontar simultáneamente una crisis económica y el embate del terrorismo.
El Rey Juan Carlos I fue uno de los impulsores del cambio. Nombró en julio de 1976 a Adolfo Suárez Presidente del Gobierno, el cual consiguió que las últimas Cortes franquistas aprobasen la Ley para la reforma política, ratificada en referéndum en diciembre de 1976. Esta ley significó la desaparición definitiva del sistema franquista, al posibilitar la vigencia de las libertades y la convocatoria de las primeras elecciones libres en mucho tiempo. Estas elecciones se celebraron en junio de 1977, y de ella surgieron un Congreso de los Diputados y un Senado que de modo inmediato decidieron elaborar una Constitución de nueva planta.
Los trabajos constituyentes se iniciaron en julio de 1977, con la formación de una ponencia pluripartidista en el Congreso, encargada de redactar un proyecto. Se debatió y aprobó primero en dicha Cámara, luego pasó al Senado, donde se reelaboró ​​considerablemente. Finalmente, una Comisión mixta de Diputados y Senadores presentó un texto unificado, que fue elevado a ambas Cámaras para su aprobación definitiva, lo que así ocurrió, sin apenas votos en contra. Finalmente el 6 de diciembre de 1978 se sometió a referéndum, resultando aprobada la nueva Constitución de 1978 por una mayoría muy amplia.

 

 

 

 

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